CERRÓ EL BAR LOLI

 

Seguramente todavía más de uno pasa hoy por delante del entrañable edificio esperando encontrar sus puertas abiertas para incorporarse al amistoso bullicio que tantas veces albergaba. Y es que el cierre del bar Loli es de esos acontecimientos que creemos  que  nunca va a ocurrir -quizás porque no queremos que ocurra-, y, por ello, nuestra imaginación nos hace confundir el deseo con la realidad.

Probablemente no soy yo la persona más indicada para escribir en la Revista de Feria unas líneas sobre esta parte de la más reciente historia de San Nicolás: conocedores de sus leyendas y doctores en su barra los hay con muy buenos y reconocidos méritos. Mi atrevimiento se disculpa porque me parecía injusto que no quedara constancia escrita de tan significativa noticia y, desaparecido El Torrejón, la única ocasión la brindaban estás páginas, sólo que el tiempo apremiaba y no era cosa de encargar a nadie la tarea. Discúlpenme también, por cierto, los dueños de los demás bares. Todos ellos bien regentados y con magnífica prensa dentro y fuera de nuestro pueblo;  pero habrá que reconocer que el Loli tenía algo especial que lo hacía distinto y especialmente querido para todos.

Como imán de potente acero, el bar Loli era siempre un irresistible polo de atracción, un lugar de encuentro que reunía a gente diversa. Ser  lugar de encuentro es un grado que muy pocos sitios alcanzan, sólo los más emblemáticos de una población. Acudimos a ellos casi sin pensarlo, sabiendo que la visita nos deparará la reunión que andamos buscando: un amigo, un conocido, algún extraviado forastero o, en el peor de los casos, la coincidencia  con uno mismo ante la cómplice presencia del regente del establecimiento. El Loli era, efectivamente, un lugar de encuentro,  una cita ineludible para tirios y troyanos a la  que nos presentábamos para vernos y saludarnos,  era una especie de registro vivo y permanente de entradas y salidas: quién ha llegado, quién se ha ido, quién está... quién ha de venir, quién se irá. Sentados en la estrechez de la acera, invadiendo noblemente la calzada, la terraza del bar era una especie de atalaya, una azotea desde la que veíamos entretenidos el movimiento de coches y personas, como si estuviéramos en una estación.  

Claro que este mérito de ser una especie de plaza pública de San Nicolás no lo adquirió el bar de cualquier forma ni por cualquier motivo. Si acudíamos al Loli era también por lo que allí ocurría. Naturalmente había quienes ocasionalmente se ocupaban  de rendir tributo al dios del vino, apurando las horas y los vasos. Los destacados protagonistas de este discutible menester se convertían entonces en borrosos y tambaleantes clientes que con razón  figuran hoy en la nómina de los más señeros conocedores de la barra.

Pero aparte de esta inevitable circunstancia, en el bar Loli  siempre ha habido gran actividad, ocurrían muchas cosas y ahí estaba uno de sus mayores atractivos. Magníficas tertulias animadas siempre  por la singular capacidad de los  dueños del establecimiento. Se hablaba de esto y de lo otro, de lo divino y de lo humano; sentados al calor del brasero o apoyados en la barra -a veces sujetándola-, desde la pesca hasta la música, desde el origen del universo hasta la lana de las ovejas, han sido motivo de diálogo y discusión en el que, de una u otra manera, nunca ha faltado la bienintencionada referencia de la política. Desde luego no todo era hablar. Junto a la charla, el debate, la amistosa conversación y otras formas de entretenimiento  quizás haya sido el dominó la ocupación más cultivada entre los parroquianos del Loli. Magnífica distracción que a unos proporcionaba victorias y a otros derrotas, pero a todos buenos ratos. En aquellas mesas se forjaron expertos jugadores que hoy presumen de invencibles, pero se sentaron también  quienes atraídos por tan simpática afición, seguimos ignorando casi todo sobre la magia de las fichas.

Ante la mirada imperturbable del viejo reloj, gentileza de una remota marca de coñac, toda esta vida y toda esta gente pululaba en medio de las vencidas paredes de nuestro bar. Y ello me hace recordar los irreverentes versos del poeta Omar Khayyám de los  que no me resisto a dar cuenta  aquí:

 

SOLAMENTE EN LAS TABERNAS

encontraréis

placer y tranquilidad.

Solamente en las tabernas

veréis

hombres desinteresados e íntegros,

hombres perfectos.

 

Si observáis de ojos abiertos,

sin prejuicios,

con alma libre,

veréis pureza,

veréis bondad hasta en los más impíos

de los frecuentadores de la taberna.

 

 

Ninguno de estos ratos ni sensaciones hubieran sido posible si Patricia Gallego Martín no hubiera tenido la ocurrencia de abrir el bar allá por el año 40 ó 41 del pasado siglo. Las circunstancias que le llevaron a esta decisión no fueron desde luego nada agradables: su marido, Juan Álvarez Sánchez, alcalde de San Nicolás en tiempos de la República, se vio obligado a marchar a Francia antes de que los sublevados franquistas hicieran de las suyas. Y de alguna forma había que ganarse la vida y sacar adelante a la familia.

Corría el año 1958 cuando la abuela cedió el testigo a los más jóvenes, de forma que entonces se hicieron cargo del bar los que desde aquél año formaban matrimonio recién casados: el Loli y Carmela. Creo que todos estaremos de acuerdo en que es esta singular pareja  la que, con su modo de hacer y de entender la vida, fue escribiendo la filosofía de lo que el bar Loli llegó a ser y a representar. Pero los años pasan, de manera que cuando el bar alcanza ya más de medio siglo, siendo el año de 1994, el Loli, es decir, el dueño, alcanza la edad de la jubilación. Así es como el Boni, nieto de la fundadora, tomó el mando de la nave que tripulaba de vez en cuando el amigo Eulogio. Entonces la música, el reportaje fotográfico y otros modernos recursos de luz y sonido se incorporaron al paisaje de nuestro bar, sin que tanta novedad llegara a descomponer su figura.

En los últimos años, quizás en los últimos meses, se advertía un cierto desasosiego, una inquietud que nos hablaba de lo que podía ocurrir: después de algún tiempo zozobrando de un lado para otro, la nave encalló una mañana del invierno pasado. Así cerró el bar Loli y dejó un poco huérfanos a cuantos disfrutamos de lugar tan entrañable. En fin, más de sesenta y cinco años de historia merecían al menos unas palabras.

 

F. Javier Merchán Iglesias