-Paco El Extremeño era un hombre raro, muy alto y huesudo, y muy callado –dijo el viejo, sentado a la sombra de la frondosa encina, mientras que a su alrededor cantaban clamorosamente las chicharras-. Por entonces, llevaba una huerta cerca de Los Parrales, y se defendía con los otros avíos del campo y con lo que le daban los señoritos en las cacerías, porque tenía un buen ojo de montero. Vivía en una choza que se quemó hace tiempo, durante una tormenta seca del mes de junio.

         -¿Cuánto tiempo hace de eso? –le pregunté yo, sentado a su lado y escuchando muy atentamente sus palabras.

         -Pudiera ser cuando yo estaba por entrar en quintas. Hará cincuenta años, o más.

         -¿Por qué le apodaban El Extremeño? -volví a preguntar.

         -Porque era de Extremadura –contestó el viejo, con sorna-. Era de Campanario, y vino con los peones que trabajaron  en las trincheras del tren, cuando hicieron el ferrocarril hacia las minas. Luego, parece que le gustó esto y se quedó. Se casó y se fue a vivir a la choza. Fue poco después cuando se ahorcó.

         La tarde parecía eterna bajo la abrumadora y ardiente flama del sol de julio. El viejo, inmóvil bajo la encina, frente a mí, rodeado por la isla de sombra de las ramas, pareció concentrarse más y más en sus recuerdos, sopesando minuciosamente cada una de sus palabras. Luego volvió a hablar:

         -Fue poco antes de que naciera su hijo cuando Paco El Extremeño desapareció. Desapareció, sin más. Nadie volvió a verlo vivo. Su mujer dio parte a la Guardia Civil, y seis días después se lo encontraron colgado de una encina baja, en el monte, entre un bosque apretado de chaparros y de quejigales, con la cara y los ojos ya comidos por los cuervos y por las urracas.

-No sería bueno de ver –comenté, imaginándome dolorosamente la escena.

-No. No era bueno. El caso es que nadie se explicó nunca del todo por qué El Extremeño tuvo que matarse, aunque nadie tampoco se extrañara mucho de ello. Parece que quería a su mujer, y que las cosas no le iban mal del todo con el asunto de las monterías, y los otros avíos. Mal que bien, tenía un buen pasar para aquella época de miseria. La miseria es mala, muy mala –dijo el viejo pensativamente-. Después de todo, la miseria es quien tuvo verdaderamente la culpa de toda esta historia.

Yo temí por un momento que el viejo perdiera el hilo del relato y comenzara a divagar inútilmente, o a hacer derivar su conversación hacia otros derroteros. Sin embargo, después de un breve instante, continuó su narración.

-Como dije antes, Paco El Extremeño era un hombre raro, muy reservado y de poco trato con la gente del pueblo. Por eso nadie se extrañó de que terminara así. Después, su mujer, que entonces estaba encinta, aclaró algo sobre los celos de Paco, que, según dio a entender más de una vez, debían ser verdaderamente terribles. Puede que Paco creyera que su mujer le engañaba, o puede ser que creyera que su hijo, que para entonces estaba por venir al mundo, no fuera de verdad su hijo. El caso es que terminó entre los chaparros, con una soga alrededor del cuello.

El viejo, fatigado, calló por un momento. En la lejanía, entre las oscuras encinas, más allá de las ásperas lomas amarillas de pasto seco, sonaba el intermitente balar de las ovejas mezclado con la interminable letanía de las chicharras y con ese silencio denso, pesado, del campo en siesta, vencido por el sol. Yo miré al viejo un momento y le interrogué con la mirada, buscando la continuación de su relato. El viejo entonces siguió hablando, después de aclararse la garganta con una tenue y seca tosecilla.

-Luego, su hijo nació, y su mujer siguió viviendo en la choza y cuidando de la huerta y de las pocas cabras que su marido le había dejado. Y nadie más volvió a acordarse de Paco El Extremeño durante meses, hasta que llegó julio y el tiempo de las eras.

-¿Qué tiene que ver el mes de julio con esta historia? –pregunté, sorprendido.

-Ya se verá. Yo tenía entonces como unos veinte años, y recuerdo que, además del pastoreo, me ocupaba de llevarles el rancho a los peones que trabajaban en la era, trillando y aventando el grano, un poco más allá de la choza de El Extremeño. Aquel año hizo un calor terrible, sofocante: todo estaba seco, quemado por el sol, ardiendo como un almiar de paja seca. Hasta los animales y las bestias del campo buscaban la sombra como desesperados, entontecidos por el calor y por la flama, y los campos aparecían vacíos, desiertos, sobre todo a esta hora, cuando llegaba la hora de la siesta. Entonces, en la siesta, con todo el sol de plano en las espaldas, cogía yo la borriquilla del cortijo y me encaminaba hacia la era, con la comida bien tapada en los serones, tomando primero por la trocha del olivar y después saliendo hacia la vereda, dejando atrás todos los días la choza de Paco, hacia mi izquierda, a poco más de un tiro de piedra de distancia. Fue uno de esos días cuando ocurrió.

-¿Qué ocurrió? –volví a preguntar, impaciente por las largas explicaciones del viejo.

-Que vi a Paco, a Paco El Extremeño. A su fantasma.

Incrédulo, yo miré al viejo, que guardaba silencio con los ojos semicerrados, como intentando rescatar del olvido los recuerdos que ahora bullían agitadamente en su cerebro. Ansiosamente, reverentemente, esperé a que sus palabras prosiguieran.

-Era Paco, el mismo Paco de siempre, allí, junto a la vereda, alto y huesudo, saliendo del calor como una flama, vestido con las mismas ropas que yo le conocí, y con algo más: con un trozo de soga de más de un metro de largo colgando de su cuello. Y Paco estaba allí, casi a mi lado, iluminado por la caliente luz del sol del mes de julio, agitando la soga con su mano izquierda y señalando con su mano derecha hacia la choza.

-¿Y no tuvo miedo?

-¿Miedo? Tuve más que miedo. –el viejo sonrió-. Espoleé a la borriquilla por entre las secas matas de jara y dejé atrás la vereda en menos que canta un gallo, adentrándome por el cerro. Cuando llegué a la era, los hombres que aventaban el grano y trillaban la parva vieron una especie de aparición montando una borrica, un hombre con el rostro blanco como una pared, con la cara desencajada y los pelos de la cabeza tiesos, erizados. Yo les grité: “¡He visto a Paco, al fantasma de Paco, El Extremeño, en la vereda del olivar!”, pero ninguno de los hombres me hizo caso. Después dijeron que seguramente me habría dado una insolación. Sí, una insolación.

El viejo volvió a sonreír, con ironía. Yo intenté imaginarme aquella tremenda escena bajo el sol de la siesta, el fantasma de Paco al lado del camino como una absurda o fantástica reverberación o un espejismo producido por el calor de julio, la fantasmal figura con la soga al cuello, con los ojos y la boca ya comidos por los cuervos y por las urracas... Gracias a Dios, la voz del viejo interrumpió mis pensamientos.

-Y el caso es que yo también, más tarde, lo creí. Al día siguiente volví con la obligación de llevar el rancho a los peones de la era y, cuando monté en la borriquilla y me encaminé hacia la vereda del olivar, a esa hora desierta de la siesta en la que los campos aparecen vacíos, tan solitarios como bien puede estarlo un cementerio a la luz de la luna, sentí un estremecimiento, un escalofrío que casi me tira de la burra al suelo. Poco antes de llegar a los alrededores de la choza, donde vi al fantasma, me presigné apresuradamente y me dije para mis adentros: “¡Vamos, Juan, hay que tener valor!”, y seguí adelante. Y allí no estaba Paco.

-No estaba –repetí yo, casi desilusionado.

-No. No estaba –aseguró el viejo-. Pasaron dos días hasta que apareció de nuevo y yo pude verlo otra vez, junto a la vereda, con el grueso trozo de soga atado a su cuello y señalando con su mano derecha hacia la choza, como intentando decirme algo. Y yo volví a correr con la borriquilla buscando el amparo de los trilladores, casi muerto de miedo. Y después, un día después, a la tercera vez de verlo, a lo mejor porque era la tercera vez que me pasaba y ya no me cogía tan de sorpresa, tuve la valentía de pararme un momento y verlo mejor, todavía sin atreverme a bajar de la borriquilla, antes de volver a escaparme hacia la era.  

-¿Y qué ocurrió? –pregunté, casi con el alma en vilo.

-Pasar, lo que se dice pasar, no pasó nada. Sólo que Paco El Extremeño, el fantasma de Paco, comenzó otra vez a menear la soga con la mano izquierda, y a señalar hacia la choza con la derecha. Y a moverse, a hacer gestos nerviosos, casi desesperados, mientras me miraba, y miraba a la choza, y volvía a mirarme, y seguía moviendo frenéticamente la soga, que se enroscaba y desenroscaba en su brazo como una culebra. Como una culebra.

El sol era una pura luz de plomo sobre el encinar, eterno entre la dura claridad del cielo. El viejo, sentado junto al enorme y rugoso tronco de la encina, parecía cansado, colmado de palabras y recuerdos. Yo esperaba paciente a su lado la continuación de su relato. Una alta bandada de grajos cruzó pausadamente el cielo camino del sur, por entre las pesadas oleadas de calor que inflamaban el aire. Ni el viejo ni yo levantamos la vista para observar su vuelo.

-Fue aquella soga –continuó de pronto el viejo-, aquella soga en las manos de Paco, aquella maldita soga de más de un metro de largo que onduleaba y se agitaba entre sus manos y que Paco me enseñaba casi desesperadamente mientras señalaba hacia la choza, lo que acabó con mi escasa valentía. Arreé otra vez a la borriquilla para apartarla del camino, dándole la espalda al fantasma, y cuando ya me adentraba entre el pasto seco, alejándome de la vereda, fue cuando el fantasma de Paco empezó a hablar.

-Empezó a hablar –repetí con un susurro.

-Sólo dijo una cosa, pero la dijo con dificultad, como si cada golpe de voz le costara un esfuerzo tremendo, sobrehumano. Tal vez era la soga, la misma soga que se apretaba alrededor de su cuello, la que impedía que pronunciase bien. O tal vez lo que ocurre es que los fantasmas, por alguna misteriosa razón que me cuidaré mucho de averiguar, no pueden manejar muy bien la lengua.

-¿Y qué fue lo que dijo?

-Sólo dijo esto: “Ve a la choza, ve a la choza”, y lo repitió dos veces. Y lo dijo con una voz extraña, rara, con un eco muy bajo y ronco, muy profundo. Casi sin voluntad, con un miedo atroz que parecía atenazarme todos los músculos del cuerpo, miré hacia atrás, implorando hacia Paco, hacia su fantasma. Y éste volvió a repetir con aquella voz profunda y dificultosa: “Ve a la choza”, mientras seguía agitando la cuerda de ahorcado entre sus manos.

-¿Y qué pasó entonces? –pregunté.

-Pasaron dos cosas. La primera fue que el fantasma de Paco hizo algo extraño, casi chocante, algo que heló la sangre en mis venas, y eso a pesar del calor de la siesta: lentamente, muy lentamente, como para que yo no perdiera detalle alguno de sus movimientos, Paco se llevó el extremo de la soga a la boca, y después lo dejó allí dentro.

-¿Y la segunda cosa?

- La segunda cosa fue que misteriosamente, sin poder explicármelo, supe de pronto que lo peor, lo verdaderamente malo, no era el fantasma, el fantasma de Paco El Extremeño. De pronto comprendí que lo peor estaba en la choza, esperándome.

El viejo volvió a carraspear con su tos agria, aclarándose la garganta ronca de palabras. Luego volvió a tomar el hilo del relato sin prestar atención alguna a mi creciente impaciencia, como si hablara sólo para sí mismo.

-Rápidamente comprendí. Arreé a la borriquilla en dirección a la choza que se divisaba hacia mi izquierda, a unos cien pasos de distancia, medio oculta por las encinas y por los primeros chopos que bordeaban la orilla de un arroyo cercano. Mientras avanzaba subido en la grupa del animal, tuve tiempo de ver con el rabillo del ojo el fantasma de Paco justo al lado de la vereda, esfumándose en el aire como una sombra, disolviéndose y desapareciendo poco a poco bajo el ardiente sol de julio, con su soga al cuello. Pero eso ya no importaba. Luego llegué a la choza.

La voz del viejo se hizo entonces más baja, acaso con un temblor oculto en cada sílaba, con el temblor extraño del pasado.

-Atravesé el viejo portillo con la respiración entrecortada y el sudor corriéndome a chorros por las sienes. Procurando no hacer ruido, orientándome trabajosamente por entre la oscuridad que llenaba el interior de la choza, agachando instintivamente la cabeza que casi rozaba las secas ramas de su techo, avancé hasta dentro y dejé tiempo para que mis ojos se acostumbraran a lo oscuro. Y de pronto la vi. Vi a la mujer hacia la izquierda, la mujer de Paco El Extremeño, su viuda, sentada en una especie de silla baja, vencida y dormida en la agobiante pesadez de la siesta, dando de mamar al niño, al hijo de Paco, entre sus brazos. Sólo que no daba de mamar al niño.

Yo volví a interrogar al viejo con la mirada. Derrotado por mi curiosidad (quizá también por mi ignorancia), el viejo no tuvo más remedio que completar su relato.

-Lo que mamaba del seno derecho de la mujer era una serpiente, una culebra de más de un metro de largo. Uno de esos “alicantes” que acechan entre las tejas de las casas o entre las ramas de las chozas para buscar comida. Comida, comida caliente. Y aquella culebra reposaba en el regazo de la mujer dormida, mientras que mamaba de su seno derecho y mantenía el extremo de su cola en la boca del niño, para que éste no llorara reclamando alimento. Entonces comprendí lo que tenía que hacer. Con mucho cuidado, sin hacer el menor ruido, me acerqué a la mujer dormida, apresé a la culebra justo por debajo de su cabeza y separé la cola de la boca del niño. La culebra, satisfecha, atontada por la cantidad de leche que había ingerido, se dejó hacer. El niño gimió por un momento y luego volvió a dormirse entre los brazos de su madre. Yo salí con la culebra entre las manos, hacia el sol, el calor y la luz de la siesta de julio, tomé al “alicante” por la cola, con fuerza, y lo descoyunté de un rápido latigazo. Luego monté en la borriquilla, y me encaminé a la era.

Atento a la voz del viejo, sentí de pronto un escalofrío hormigueándome por la espalda. El viejo, bajo la encina, se arrellenó en su asiento, intentando quizá olvidar, borrar de su mente aquella escena que ahora había vuelto a vivir gracias a su relato, a sus palabras. La tarde parecía incendiada entre las encinas, totalmente entregada al calor cósmico de la siesta. El viejo calló.

-¿Y Paco, Paco El Extremeño? –le pregunté, finalmente.

-Paco no. Su fantasma.

-Sí, su fantasma.

-No sé –me contestó-. Nunca volví a verlo.

 

 (1985)