MENOS DA UNA PIEDRA

 

 

 

     Supe que mi abuela se iba a morir el día en que me dio las mil pesetas.  Era sábado y, como siempre en sábado, acudí a darle el beso de rigor y a que me dijera cuatro cosas sólo para que me diera la propinilla semanal.  Nunca pasaba de algunos durillos, a lo más me soltaba un billete de cien en los fiestas del Patrón.  Entré en aquella alcoba con olor a rancio que, para mí, significaba algo así como el último reducto de la historia de la familia, con sus muebles del XIX, regalo de su madre al casarse, aquel espejo de aquella peinadora el que le faltaba gran parte del azogue, y los botes, aquellos botes.  Cientos de botes de cacao y de zumo que mi abuela había ido guardando desde que los vio por primera vez en su vida.  Pensaba que era un tremendo desperdicio tirar todos aquellos recipientes que en su época no se veían.  Encendió la tibia luz que sólo usaba en momentos muy concretos, cuando no tenía más remedio, y por supuesto, mirar las monedas que me iba a dar era uno de ellos.  Se iluminó pálidamente aquella doble alcoba habitada unicelularmerte por ella.  Aquel arco que tanto susto me daba cuando más pequeño, y tanta atracción morbosa a la vez, comunicaba con una subalcoba donde se encontraban la mayoría de aquellos tesoros: sus botes y sus tarros de cartón o de vidrio, lo mismo de importante parecían resultarle.  Era sábado y fiestas en Las Nieves, el pueblo de al lado, menos de diez kilómetros de distancia de Santa Ana.  Lo lógico era que después de preguntarme si estudiaba las asignaturas que me quedaron para septiembre, y darme buenos consejos de comportamiento en general, como hacía siempre, hubiese levantado el borde de la almohada y sacara el pañuelillo atado en cuatro picos para darme aquel aguinaldo esperado por mí, mucho más esperado aquel día, ya que a las fiestas de Las Nieves, se unía mi primera cita real contigo, o dicho de otra manera, la primera vez que habíamos quedado para ir a algún sitio sin tener que hacerlo a la misma vez con los amigos, aunque está claro que nos veríamos luego todos en la fiestas. Aún sólo eran cosquilleos en la barriga, lejos de esos transportes que hablaba Stendhal en sus novelas.  Esos llegarían después.  No mucho después, pero si después de que mi abuela hubiera muerto.  Corría mil novecientos ochenta y teníamos quince y dieciséis años.  Para que decir la alegría que me entró cuando vi el verdiblanco y la efigie de San lsidoro de Sevilla en el papel bancario que me ofrecía sin derecho a rechistar, y que evidentemente tenía preparado para dármelo.  Por supuesto no dije nada, el contrarío, quede mirando el billete, Imagino que con cara de idiota o de alucinado, y mi abuela, con una socarrona sonrisa en su boca desdentada desde hacía muchos años, sólo atinó a decirme:

 

-¿Qué?  Es poquillo ¿no? Bueno, menos da una piedra.

 

En fin, que le dije, con una sonrisa interior que no se reveló, pero que después comprendí que ella lo vio, que no, abuela, que está muy bien muchas gracias y hasta mañana, aunque tanto ella como yo sabíamos que mañana domingo no iría a visitarla porque no correspondía propinilla.

 

     Antes de ir a tu casa, ya que nos llevaba tu padre a Las Nieves, compré un paquete de Winston, algo inusual para un fumador clandestino de dieciséis años como era yo en aquellos momentos.  Y sin poderlo remediar, en la puerta de tu casa, esperando a tu padre que sacara el coche de la cochera, te zampé un beso en la boca por la doble alegría que tenía.  Luego llegaría  lo malo

     Siete duros costaba un cubata en las casetas de la feria, diez duros la docena de pasteles loreños que servían en un puesto.  Aquello fue una feria como mandan los cánones, en toda regla.  Después contándote lo de las mil pesetas, sin darme cuenta, caí en que mi abuela no estaba tan perdida como yo había creído.  Mi abuela me dio el billete como legado, como un testamento que no podría darme después, porque ella sabía que estaba llegando al final, a un final que comenzó casi un siglo antes, una vida que se extinguía irremisiblemente después de diez años en la cama, a la cual se retiró en plenas facultades mentales y casi físicas sin que nadie supiera el motivo.  Diez largos años en absoluta oscuridad, si no contamos con la macilenta luz de aquella bujía de quince vatios que la alumbraba cuando íbamos a visitarla, siempre interesadamente, los tres únicos nietos que tenía.

 

   ¿Qué le pasó por las meninges a mi abuela para tomar esa decisión? Eso es algo que nunca se podrá saber, que vengan sesudos psicoanalistas a desentrañar aquel misterio, aunque sus hijos intentaran convencerla de que ella no estaba para estar en la cama. Ella sabía que no estaba enferma físicamente, y, lo que es más grande, tampoco del alma. Pero ella decidió retirarse a su doble alcoba, con sus botes y sus tarros que fueron criando polvo  sin que dejara a nadie que los tocara. No sé   que pensaría hacer con todos ellos. Quizás pensaba llevarse tomates en conserva al baño maría para regalar a son Pedro cuando le franquease las puertas del cielo. Por que me consta que mi abuela creía en Dios, no como yo, que al final he acabado por pensar que no creo ni en mi mismo. Pero bueno, no estaba hablando de mi pesimismo en estos momentos. Creo que lo que le pudo a mi abuela fue el cansancio de estar viva. Ese terrible y temible cansancio que nos invade a todos alguna vez, a unos más que a otros, pero no somos capaces de reconocerlo. Ni siquiera los suicidas que, antes de reconocerlo, se quitan de en medio por la vía directa.

 

     No duró dos meses, y yo, cuando me dieron la noticia, no lloré, pues llevaba desde aquel día haciéndolo por dentro, y en las pocas visitas que le hice antes de irse definitivamente, creo que intenté ser lo menos interesado posible con ella, hacerle alguna gracia de vez en cuando y portarme como un auténtico nieto, si es que eso existe a esa edad. No sé porque, pero parece que solo nos damos cuenta de las cosas cuando se han ido, cuando ya no hay marcha atrás en el tiempo.  Siempre se divirtió mucho con mis tonterías, siempre me reía las torpes gracias que ensayaba, aunque no sé sí lo hacia por compasión o por que realmente le divertía., El caso es que la que llegó a Santa Ana, la que había nacido y se había criado en un cortijo de la campiña extremeña, la que con su melena al viento y completamente en pelotas paseaba a pelo en caballo cómo una Lady Godiva de nueve años, renunció definitivamente al valle de lágrimas que, sin entenderlo nadie, ya había renunciado hacía diez años.

 

Lo malo llegaría después. Después de aquel curso en la capital, a tres años vista de aquel verano.  Ya no éramos  unos niños, al menos así lo creíamos.  Un otoño, invierno y primavera entre los más absolutos desmanes del corazón, desgranando un amor que yo sabía abocado a un final sin remedio, pero que me esforzaba en cambiar ese destino.  Esa fue la época de los transportes de que hablaba. Época de tardes de cafés y nicotina viendo caer, a veces mansa, a veces torrencial, una lluvia que parecía por momentos anunciar un Apocalipsis del alma, un final anunciado desde hacía tiempo.  No es que no fuéramos felices, sino más bien que nos embargaba una especie de dicha melancólica que parecía venir de otros tiempos en los que no vivimos, en los que no estábamos.  Tardes de varias cafeteras y decenas de cigarrillos negros contemplando la lluvia en los cristales como perlas del corazón.  Oyendo una y mil veces las Variaciones Golberg y el concierto para viola d'amore de Bach.  Te ibas diluyendo en una tristeza que yo, a fuerza de no comprender la sentía más mía que si la entendiera.  Creo que ni tú sabías lo que ocurría, creo que, al igual que mi abuela, te querías retirar antes de tiempo a un mundo donde no pudiera llegar ese dolor que te embargaba y del cual yo quería sacarte sin poder, porque el que no sabe no puede, el que no sabe es como el que no ve, y yo no veía por más que lo intentaba.  Sé que me querías mucho, no la clase de cariño que yo hubiera deseado, pero me querías porque era bueno contigo, o lo intentaba.  A veces ese tipo de bondad es la culpable de que todo se vaya al garete, pues uno no sabe muy bien donde acaba la bondad y comienzan la pesadez, la monotonía y el aburrimiento, las causas inevitables del final.

 

La lluvia continuaba implacable y en las escasas treguas de sol paseábamos por las viejas calles de la ciudad, siempre luminosas menos aquel año, la ciudad de la alegría, de los jardines y los parques.  La ciudad de la tristeza congénita en las espadañas de sus incontables iglesias.  De la patética belleza de la torre de la catedral en los atardeceres de diciembre.  De la vieja ciudad alguien escribió un día que no existía, que era una ilusión de la luz.  Así era, en efecto, y aún lo sigue siendo y creo que lo será por siglos venideros, mas no para nosotros aquel curso.  Para nosotros era más bien el refugio triste y melancólico que nos acompañaba en nuestro sentir cotidiano.  Creo que ninguna ciudad del norte podría cobijar nuestra monomanía como lo hizo la antigua ciudad del sol.  Sol que por otra parte casi no deseábamos, pero que nos hacía sentir vagamente esperanzados por momentos cuando se dignaba aparecer, ó cuando las nubes, preñadas siempre, lo dejaban lucir. ¡Qué lejos ya aquella fiesta y aquellas mil pesetas de mi abuela! ¡Qué lejos aquellas alegrías primeras¡ El mundo había girado en redondo para nosotros sin que nadie se percatara.

 

Llegó la primavera y la lluvia persistía en su empeño de anegar nuestros corazones, y con ella llegó la Semana Santa.  Y con la Semana Santa llegaron los aromas, llegó la música y la pasión llegó al final un Jueves Santo en que dijiste que ya nada tenía remedio, que era absurdo continuar como estábamos hasta entonces.  Sabía que había alguien más por medio y sabía quien era y, aunque me dolía en lo más hondo, te deseé toda la suerte y la felicidad del mundo, que es lo que se hace en estos casos, ó al menos lo que yo creí que debería de hacer.  El Viernes Santo amaneció esplendoroso de sol y perfumes de azahar refrescados durante meses por la lluvia, y así continuó durante el resto de la estación y por supuesto del verano.  Me refugie en mi casa a llorar todo lo que no había llorado hasta entonces, todo lo que se me había ido acumulando por miedo a disgustarte más de lo que ya estabas.  Y tú te fuiste para siempre.  La vida empezó a cambiar para los dos y hoy sé que para ti el mundo giró al revés de la vuelta que había dado antes para ambos y que para mi siguió torcido y corcovado ya sin ti.

 

Han cambiado mucho las cosas desde entonces.  Sé que te va bien y que parece que has encontrado la deseada estabilidad emocional que anhelabas.  Que ya no pintan bastos en tu alma de niña triste, de niña eternamente oculta tras los cortinajes de una alcoba tan penumbrosa como la de mi abuela.  Aquella doble alcoba donde guardaba sus tesoros, sus botes y sus tarros que vieron el final después de ella morir con la consiguiente limpia del cuarto.  Muchas veces he deseado (¡oh, bendita locura¡) poder usar aquellos tarros para almacenar en ellos las tardes llenas de cafés y nicotina que pasamos juntos.  Aquellas lágrimas del cielo y aquellas otras que a veces bebía de tus mejillas.  Es preferible mil veces sufrir que no sentir nada.  Es preferible mil veces llorar que estar seco.  Sólo hay una vida y hay que sentirla en lo más profundo, hay que buscarle un camino, un rumbo.  La muerte debe ser parecida a los días en que no hace uno nada, en que no siente uno nada, en que eres más vegetal que hombre, porque al menos el azahar aroma las calles de la vieja ciudad en primavera mientras que uno pasa por ellas sin enterarse de que otra vez es Semana Santa.  Vamos, que la muerte debe ser menos que ser vegetal, pero es algo inamovible, algo contra lo que no se puede luchar.  Pero la muerte del alma, esa otra muerte en vida, es mucho más terrible porque es la negación de la propia vida, del sentir.

 

No sé muy bien porque te escribo esto si al fin y al cabo ya nada importa.  Además, lo más probable es que nunca llegues a leerlo.  No sé para qué este papel en blanco que hace rato comencé a emborronar pueda servir, pero en el fondo de mí creo que sí, que de algo vale, al menos para desahogar una angustia que de vez en cuando me inunda y que por otra parte me hace sentirme vivo una vez más.  Te recuerdo ahora mucho más clara y nítida que entonces, aquellas suaves y apasionadas tardes escuchando a Bach las comprendo ahora mejor.  Y si eso no puede cambiar la historia, al menos me hacen sentirme un poco mejor.  La vida, como dice el Maestro, está para contarla, pues es la única forma de perdurar en la memoria y a la vez de entender que pasó, porque pasó y cuanto de ello ha quedado de importancia en el futuro, ese que no existe, que ya murió, pues el futuro es el presente que pasa a cada instante.  Y por ello quiero decirte, aunque nunca llegues a leerme, que aquellos tarros de mi abuela llenos del aroma del pasado que me hubiese gustado conservar, están aquí, en la memoria.  Y esos tarros de memoria es lo único que conservamos a la larga, pues aquel invierno contigo no fue del todo inútil, ya que como diría mi abuela "menos da una piedra'.

 

Ignacio Romero Jiménez