Un relato de Manuel Sánchez Chamorro

 

Volví a la cabaña justo a la medianoche, después de dar las últimas instrucciones a Kokumbé y sus hombres sobre la zona en la que se habrían de realizar las prospecciones y catas de terreno a la mañana siguiente. Hacía ya más de una hora que Olly se había ido a dormir.

          

         Hacía calor. Dí un breve paseo sin alejarme mucho del campamento y después entré en la cabaña. Entonces escuché, como un susurro, la voz de Olly desde su habitación, a la izquierda del angosto pasillo de entrada.

 

         -Harry –decía en voz muy baja-, Harry, ven aquí. Despacio. No hagas ruido, por favor. Acércate des-pa-cio.

 

         Avancé un poco, hacia la izquierda. Olly estaba acostado en la cama, boca arriba. Su voluminoso y desnudo cuerpo aparecía cubierto por una blanca y arrugada sábana, hasta aproximadamente la altura de sus orondas tetillas. Sus brazos descansaban también sobre la cama, inmóviles, flexionados y con las manos más o menos a la altura de las dos clavículas. A la derecha de la cabecera del lecho, una silla plegable hacía las veces de mesilla de noche, y sobre ella descansaba la pequeña lámpara de gas que iluminaba la habitación, con su luz parpadeante y lechosa. Un número atrasado del National Geographic se encontraba en el suelo, boca abajo y abierto por la mitad, junto a la silla.

 

         Cuando me fijé bien en el rostro de Olly, comprendí por fin que sucedía algo grave o, por lo menos, algo irregular, anómalo.

 

         -¿Qué te pasa, Olly? –le pregunté a media voz, avanzando unos pasos hacia el interior de la habitación, hacia la cama.

 

         -¡Dios santo! –cuchicheó mi amigo, con su cómico rostro pálido y como descompuesto-. ¡No hables en voz alta! No se te ocurra tocar la sábana. Y escúchame con atención, Harry.

 

         Olly me miraba con ojos saltones y espantados, como si fueran testigos de alguna especie de abominable disparate. Unos instantes después, cuando comenzó a hablar, su rostro fue adquiriendo una lastimosa expresión de tristeza, de un apesadumbrado terror.

 

         -…Harry… -susurró- …tengo… tengo una mamba negra… ahí abajo, sobre mi vientre. Debajo de la sábana, Harry.

 

         Miré la sábana. Noté un abultamiento sobresaliendo, como si se tratase de un difuso altorrelieve, entre sus arrugados pliegues, justo a la altura del estómago y del bajo vientre de Olly. Desconcertado, todavía incrédulo, avancé un paso más hacia la cama.

 

-Eso no puede ser, Olly.

 

-Sí… puede …ser –me contestó, con apenas un hilillo de voz-. Entró por la ventana. Y se ha metido aquí, Harry. Debajo de la sábana.

 

Súbitamente comprendí que Olly decía la verdad, que no deliraba, ni fantaseaba, ni trataba de hacerme una broma. No me fue muy difícil imaginarme la escena: la serpiente introduciéndose en la habitación por la ventana abierta, a la derecha del lecho donde Olly descansaba tranquilamente después de la cena, ojeando un ejemplar del National Geographic, antes de echarse a dormir, Desde allí, tal vez atraída por la luz de la lámpara o buscando un cubil para pasar la noche, o Dios sabe por qué otra condenada razón, la mamba negra había reptado por el suelo, bajo la atónita mirada de mi amigo, paralizado e hipnotizado por el terror, hasta terminar introduciéndose por algún hueco o resquicio de la sábana, entre sus pliegues, y aletargarse cómodamente sobre el voluminoso y fofo vientre de Olly. Y allí estaba, seguramente dormida. Y allí permanecía.

 

“Maldita sea”, pensé, mientras me mantenía inmóvil, frente a mi amigo. “Habrá una posibilidad entre un millón de que ocurra esto, y al condenado Olly le ha tenido que tocar el premio gordo. Pleno al quince.”

 

La mamba negra es la serpiente más venenosa de África. Su mordedura es necesariamente mortal, a menos que se tenga a mano (muy a mano) un hospital dotado con el antídoto correspondiente. Pero ése no era precisamente nuestro caso: nos encontrábamos en el quinto coño, a más de trescientos kilómetros al norte de Pretoria, realizando aquellas malditas prospecciones de terreno por las que nos pagaba la no menos maldita Compañía Sudafricana de Minas y Diamantes. Éramos cinco hombres: Olly, yo, Kokumbé y los otros dos indígenas. Viajábamos en dos Nissan Patrol desvencijados, totalmente pasados de kilometraje y, como armas de defensa, tan sólo llevábamos algunos machetes y un rifle que nadie sabía realmente manejar. Lo demás eran vituallas, material de acampada (entre el que quizá hubiera un exiguo botiquín) y el  correspondiente equipo de trabajo.

 

Estábamos allí desde la jornada anterior, y nuestras tareas no deberían de alargarse más de tres días en aquella zona. Habíamos tenido suerte al encontrar aquella cabaña abandonada, con algunos muebles y enseres, seguramente un albergue para los turistas aficionados a los safaris fotográficos, o (pensando mal), el refugio de alguna banda de cazadores furtivos. El caso es que nos había venido de perlas como campamento-base para nuestro trabajo. Kokumbé y los otros dos indígenas descansaban en un par de tiendas de campaña, a unos cincuenta metros de la cabaña.

 

-Harry –susurró entonces Olly, con una nota de histeria en la voz, mientras seguía mirándome con aquellos ojos saltones y como alucinados-, hay que hacer algo.

 

-Tranquilo, Olly, no te preocupes. Todo se arreglará. Pronto.

 

Olly era mi mejor amigo, además de ser un buen geólogo. En realidad, se llamaba George, pero era tanta su semejanza física con Oliver Hardy (el gordo de El gordo y ek flaco), que fue absolutamente inevitable que todos sus amigos termináramos llamándole de ese modo: Olly era gordo, mofletudo, comilón y de andares y ademanes patosos y desmañados, dignos de cualquier antigua película de cine cómico. A él no le importaba en absoluto el mote: no solía enfadarse absolutamente por nada, y, por otra parte, era prácticamente imposible que alguien pudiera enfadarse con él. Porque lo verdaderamente curioso en Olly estaba en que aquel parecido físico con el viejo actor se prolongaba también hacia su propio talante anímico; como casi todos los gordos, Olly era tranquilo y bonachón, y tenía una extraordinaria facultad para darle la vuelta a cualquier circunstancia, por dramática o seria que fuese, y convertirla en algo fácil, intrascendente, si no cómico o humorístico. En fin, ustedes saben que hay personas así, y Olly era sin duda una de ellas, Pero ahora estábamos allí, en aquella habitación. Con una mamba negra debajo de una sábana.

 

Mirando a mi amigo, sin moverme un milímetro de donde me encontraba, intenté pensar fríamente en la situación, y en lo que se podría hacer para solventarla. Por de pronto, la serpiente no parecía dispuesta a abandonar el cómodo y cálido refugio que había encontrado sobre el enorme y blando vientre de Olly, Tal vez no se movería de allí en toda la noche, o quizá durante todavía más tiempo, si no tenía hambre ni ninguna otra necesidad perentoria. En cualquier caso, la cuestión estaba en saber el tiempo que podría aguantar Olly sin moverse, con la serpiente encima, soportando el calor, la tensión y el miedo.

 

Consulté mi reloj de pulsera. Dios, era ya cerca de la una de la madrugada.

 

- Olly, aguanta. Voy a ir a mi habitación, a por el rifle –le dije-. Todo se arreglará. Avisaré también a Kokumbé. Regresaré en un momento. No te preocupes.

 

-Vuelve pronto, Harry, por-fa-vor –me suplicó mi amigo lastimosamente. Su rostro estaba desencajado, perlado de sudor. Noté también que sus manos, a la altura de las clavículas, habían comenzado a temblar.

 

No podía perder tiempo. Procurando no hacer ruido, cogí el rifle de mi habitación, al otro lado de la cabaña. Salí rápidamente de ésta y avancé hacia las tiendas de campaña donde descansaban Kokumbé y sus hombres. Tal vez ellos podrían tener alguna idea.

 

Pero en realidad, ¿qué se podía hacer? Me detuve un momento, a medio camino entre la cabaña y las tiendas de campaña, e intenté pensar. Los grillos cantaban en la oscuridad y a pocos metros resplandecía la fogata que habíamos preparado con el fin de ahuyentar a las posibles fieras que intentaran acercarse al campamento. “Piensa, Harry, piensa”, me ordené a mí mismo imperiosamente, evaluando y analizando las posibles alternativas que comenzaron a ocurrírseme.

 

En primer lugar, era obvio que había que descartar cualquier acción enérgica y rápida por parte de Olly: tal vez si se tratara de un hombre ágil, audaz y en buena forma física, mi amigo podría aprovechar el aletargamiento de la serpiente para saltar rápidamente de la cama y huir. Pero en el caso de Olly (gordo, comilón, lento y torpe de movimientos) aquello era sencillamente imposible. En cuanto a nosotros (a lo que podríamos hacer Kokumbé, los otros dos indígenas y yo mismo), se me ocurrió, por ejemplo, intentar retirar, con un cuidado extremo, la sábana que cubría a Olly y a la serpiente, a ver si así ésta se retiraba sin problemas del cuerpo de mi amigo, pero me pareció algo demasiado peligroso. Otra posibilidad quizá se encontraba en impregnar gradualmente la sábana con gasolina o algún otro líquido parecido, para provocar de este modo la salida del animal. No, tampoco: el líquido podría irritar o quemar la piel de la serpiente, y enfurecerla. O tal vez también podríamos hacer ruido, con latas y cacerolas, alrededor de la cabaña, para intentar despertarla y amedrentarla… Pero lo cierto es que nada acababa de satisfacerme. Y el tiempo corría.

 

         Eran ya cerca de la una y media de la madrugada cuando avisé por fin a Kokumbé y regresé con él a la habitación de Olly.

 

         La situación había empeorado. Las manos de Olly temblaban cada vez más, y aquel temblor comenzaba ya a prolongarse también hacia los flexionados brazos. Su rostro se había convertido en una especie de máscara sudorosa y enloquecida. El aire de la habitación estaba viciado de calor, sudor y miedo, Pero había otro detalle que antes se me había pasado por alto: la pequeña lámpara de gas que descansaba en la silla y que iluminaba el reducido ámbito de la habitación estaba extinguiéndose poco a poco: ya sólo emitía un resplandor amarillento, cada vez más débil.

 

          Kokumbé, a mi espalda, absolutamente aterrorizado, dijo:

 

         -Podemos… podemos… meter gas debajo… …debajo de la sábana. Dicen que el gas las espanta. A lo mejor funciona. Prepararemos unos tubos y…

 

         -¡Harry, no aguanto más! –le  interrumpió entonces Olly. y yo le creí. El tono de su voz se había elevado peligrosamente, y eso demostraba que mi amigo estaba al límite de lo soportable, que su sistema nervioso acabaría por romperse dentro de muy poco, destrozado por la tensión y el pánico. La lámpara de gas, en la silla plegable, disminuía la intensidad de su luz, prácticamente segundo a segundo.

 

         -…Tengo que moverme, Harry –prosiguió, mirándome con unos ojos implorantes y enloquecidos, casi completamente cegados por el sudor-. La mamba negra… pesa demasiado, y está sobre mi vientre…Yo… ¡No aguanto más, Harry!

 

         Apunté el rifle hacia el vientre de Olly, en un gesto impotente y absurdo. ¡Dios, había que hacer algo, y hacerlo ya! Kokumbé se retiró sigilosamente, a la busca de una linterna y a avisar a los otros dos hombres, y yo me quedé entonces solo con Olly. Con Olly y con la mamba negra, a menos de dos metros de ambos. La luz de la lámpara era ya un tenue resplandor agonizante. ¡Dios santo, aquello sí que era suspense, y no las películas de Hitchcock! Miré a mi amigo y supe que dentro de unos pocos segundos, de un modo u otro, todo habría terminado.

 

         “Vamos Olly, demuéstrame quién eres”, imploré (o recé) a mi amigo mentalmente, mientras continuaba contemplando su atormentado rostro y seguía apuntándole absurdamente con el rifle. “Tú eres capaz, Olly, condenado gordinflón, tú sabes encontrar el lado cómico y positivo a todas las cosas.” “¡Hazlo también ahora, Olly, por favor!”

 

         -¡No aguanto más, Harry! –repitió mi amigo, en un tono de voz todavía más alto e histérico.

 

         La luz de la lámpara estaba ya prácticamente extinguida.

 

Y entonces Olly lo hizo.

 

Bueno, en realidad, Olly no hizo nada: simplemente, dejó a su cuerpo funcionar. La ventosidad se prolongó durante unos tres largos y decisivos segundos, y tuvo una sonoridad amortiguada, no excesivamente alta. Fue uno de esos pedos largos y rotundos, no forzados, de los que hay que temer más (mucho más) la inmediata intensidad de sus efluvios que la potencia de su sonoridad. Sin duda todo fue debido a una explosiva mezcla de factores completamente dispares: la copiosa cena que Olly había ingerido poco antes de irse a la cama, a base de pan de maíz y carne de buey en conserva, regada con un par de latas de coca-cola, la tensión nerviosa y el pánico que produjo en mi amigo la increíble situación en la que se encontraba…También, seguramente. el peso del reptil situado precisamente sobre el estómago de Olly, y sobre su bajo vientre… El caso es que funcionó. El caso es que Olly, a pesar de todo, lo hizo.

 

Yo permanecí inmóvil, estupefacto, aún con el rifle en ristre y sin saber que demonios debía de hacer. Justo unos instantes después de que se hubiese producido la ventosidad, los pliegues de la sábana situados a la altura del vientre de Olly comenzaron a agitarse, al principio lentamente, y luego  con una mayor intensidad. Apunté hacia allí el arma.

 

Y entonces salió la mamba negra, por el lado derecho de la sábana. La pude vislumbrar tan sólo durante un breve y memorable instante: una ondulante, gruesa y rápida línea oscura que se dirigió como una exhalación hacia la ventana de la habitación y desapareció por ella, hacia el aire libre. Nada más que eso: una serpiente que huía.

 

-¡Te lo dije, Harry, te lo dije: ya no podía aguantar más! –exclamó entonces Olly a plena voz, mientras se incorporaba de la cama, apartando a un lado la sábana que le cubría. Los efluvios de la ventosidad de mi amigo se esparcieron por toda la enrarecida atmósfera de la habitación, y entonces yo supe con una completa (y muy desagradable) precisión por qué y de qué había huido la mamba negra.

 

La lámpara de gas se apagó por completo. Pero Kokumbé y los otros indígenas ya estaban allí, con linternas.

 

San Nicolás del Puerto, Julio, 2009