San Nicolás del Puerto, año 1931

 

Se dice que los viejos vivimos sólo de y para los recuerdos; quizá por ello nos gusta volver la vista atrás, introducimos en un imaginario túnel del tiempo para revivir momentos y escenas ya vividas y encontrarnos casi realmente con personas, objetos y cosas que en aquellos momentos nos acompañaron.

Hoy, no sé si en sueño o que me he introducido en ese imaginario túnel, he vuelto a vivir un día en el San Nicolás de hace cincuenta años y me he visto llegar a él jinete en rápida bicicleta procedente de la estación de Cazalla pedaleando por el sendero paralelo a los rieles del ferrocarril que une la citada estación con la mina de Monte de Hierro que en esta fecha, (No olvidemos que estoy en el año 1931) pertenece a la «WILLIAN BAIRD & Cº, LD» compañía que explota este yacimiento; me separo de la vía al llegar al paso a nivel del camino que conduce a la ciudad del silencio y me adentro en el pueblo, llego a la Plaza en donde está enclavada la taberna «El Riconcillo», propiedad de Manuel Tejado; en ella apago la sed que con el constante pedaleo todo cuesta arriba me está martirizando ha rato, trasegando una sabrosa y refrescante gaseosa fabricada en el mismo pueblo.  Apenas he apurado la bebida entra en la taberna el médico titular don Eloy G. Castaño que ocupando una mesa próxima a la mía pide un café; mientras va pasando lentamente el agua del depósito al vaso arrastrando con ella el sabor y aroma del buen café adquirido seguramente en el establecimiento de coloniales de Generoso Arcos, van entrando en la taberna distintos clientes; unos me son conocidos como Luís García y Manuel Muñoz, artistas en sus respectivas profesiones, herrero y herrador y dirigiéndose al mostrador piden a Tejado la copa de las once pues según dicen ellos, «hay que tener el corazón de bronce si no se toma el trago de las once».

Me entran ganas de encender un pitillo pero dada mi poca edad, me avergüenza hacerlo en presencia dé personas mayores, abono la gaseosa (50 cts.) y salgo. A la puerta de la Iglesia veo a don Cesareo Alonso párroco de la Villa acompañado por don Delfín Galván el maestro de  escuela; dirijo mis pasos hacia la calle una vez han desaparecido de mi los citados señores busco el tabaco en el bolsillos y sólo encuentra una arrugada y vacía cajetilla; acuciado por mis deseos de fumar avanzo por la calle Real en la que abre sus puertas el establecimiento «La Verdad» que atiende su dueño, Santiago Boza el que, previo pago de su importe (30 cts.) me vende un paquete de cigarrillos canarios que abro apresuradamente mientras contemplo el pajarillo que luciendo brillante chistera y frac y con un cigarro en el pico, aparece estampado en la cajetilla.

Una vez satisfechas mis ansias tababaqueriles, inicio mi deambular por el pueblo empezando por la calle Constantina; a la altura del callejón de la fuente que sube el cantarino murmullo de aguas del Huéznar y torciendo a la izquierda admiro el crucero (¿del siglo XIII?) que se destaca en la entrada de la calleja a la que da nombre, y por ella bajando su pronunciada pendiente, me lleva final a la misma orilla del arroyo Galindón; saludan mi llegada el desagradable  cua.. cua... de una bandada de patos nadan en las tranquilas aguas del arroyo, los contemplo admirando, sus gráciles evoluciones.  Frente a mí veo en la orilla en primer lugar el horno de ladrillos y en un plano más alto, de rodillas sobre el liso piso de un pequeño llano a José Rodríguez, el dueño que, gavera en mano, está moldeando las piezas que en su día serán cocidas a fuego vivo en el horno; aunque apenas le conozco le saludo levantando y agitando la mano derecha y continuo el paseo.

Subo la pina pendiente de la calleja «Tinado» por la que llego una vez coronada su cuesta a la Calle «Cantarranas» en ella tiene Diego Arroyo, actual fiscal y lejano pariente mío, su taller, de fabricación y reparación de toda clase de calzado y allí me lo encuentro sentado a banquillo, dale que dale  a la lesna cociendo a conciencia la suela a un delicado zapato femenino; me saluda con efusión y continúa con su trabajo.

He recorrido todas las calles de esta pequeña villa de San Nicolás, una de 1as más antiguas de la provincia de Sevilla, su extensión territorial es poco menos de 45 kilómetros cuadrados; la mayor parte de ellos son propiedad de la «Cía. de MINAS Y FABRICA DE EL PEDROSO» por lo que el número de propietarios agrícolas se pueden contar con los dedos de las manos, siendo más numerosos los que en calidad de colonos cultivan las tierras y aprovechan los pastos con varias clases de ganado los diferentes lotes en los que está parcelado este latifundio; estos predios producen cereales, corcho, bellotas, y frutas en abundancia, posee minas de hierro, carbón y plomo no explotándose hoy más que la de hierro por la compañía ya mencionada.

Pocas son las industrias asentadas en su término, una fábrica de electricidad, 3 molinos de harina, 5 panaderías, 1 fábrica de gaseosas y el horno de alfarería; dentro del casco urbano existen 3 cafés, 8 tabernas, 2 barberías, 1 carnicería y 5 comercios de tejidos, mercería, paquetería y coloniales es todo el volumen de su movimiento mercantil y económico; en el terreno cultural, dos escuelas, una de niños y otra de niñas y, suponiendo que sean culturales, 4 sociedades político-recreativas.

De calle Cantarranas vuelvo a la de Constantina y por ella me dirijo al nacimiento del Huéznar en donde pienso matar el hambre que ya aguijonea mi estómago; por unas pocas pesetas compro en la casa de Pedro Doctor que, además de ser tienda de ultramarinos, es «Agencia de correos, mercancías y viajeros entre la estación de Cazalla y San Nicolás del Puerto ... » un estupendo chorizo serrano, algo grasoso pero con un olor que tumba de espaldas; un buen trozo de blanco y macizo queso de cabra amén de un crujiente y redondo pan cocido en el horno de Manuel Carmona.

A la sombra de umbrosos v seculares álamos que buscando su vivificante humedad crecen alrededor del venero saboreo sibaríticamente las viandas adquiridas; un peso irresistible cierra mis ojos y me arroja a los brazos de Morfeo...

Me despierta el largo y penetrante pitido de un tren que entre chirriar de mal engrasados frenos nebulosos y estridentes escapes del vapor de la locomotora acaba de arribar a la estación.  A poco veo pasar al maquinista, fogonero y demás personal ferroviario que vienen presurosos a limpiar sus atormentadas fauces de la carbonilla que han tragado durante el viaje, en la taberna de Demetrio Vázquez que, enclavada al final de la calle Constantina, es acogedor refugio para los sedientos viandantes; remojo mi reseca boca con la fresca agua que entre unas peñas nace dando así vida a la ribera del Huéznar qu tras bañar los términos de varios pueblo de la comarca después de su paso por Villanueva del Río y Minas va a morir en el Guadalquivir.

Monto en la bicicleta y a tumba abierta me lanzo por el arcén de la vía en dirección a la mina; deseo llegar antes que el tren y lo consigo, cuándo este pasa vomitando humo y jadeando ante las casas de la barriada, yo lo contemplo ufano paladeando un refresco de zarzaparrilla en la terraza del Economato que la W. Baird & Cia.  Ldª  ha montado para atender debidamente el abastecimiento del persona que trabaja en la mina.  Quizá con la misma benefactora idea de atención para con sus trabajadores, les abona el cambio de las compras efectuadas en dicho economato con monedas metálicas emitidas por la misma compañía y con un valor de 25 céntimos.

El Sol se va escondiendo tras las peladas rocas de la explotación minera cuando a lomos de mi bicicleta y pausadamente, recreándome en el paisaje, inicio regreso al pueblo, llegando ya cerrada la noche.  Sus calles aparecen desiertas, como si sus 2.298 habitantes lo hubiera abandonado, mal alumbradas por las tristes bombillas que cuelgan lánguidamente de férreos brazos y alimentadas por fluido eléctrico generado en el «Martinete», fábrica de electricidad de Antonio Díaz.  Como el pueblo está ubicado entre los arroyos que lo envuelven con sus humedos efluvios, el ambiente está frío y desapacible por lo que me apresuro a dirigirme a la fonda «Las Maravillas» atendida por Antonio García.  Después de frugal cena, cansado y con unas ganas enormes de «coger la horizontal» caigo en 1a cama casi sin desnudarme.

Vuelvo a la realidad; se esfuman de mente aquella visión de San Nicolás del año 31, aquellos paisajes vistos y admirados en mi juventud, aquellas personas que hoy gozan de eterno descanso y que en otros días fueron mis amigos o simplemente conocidos; yo ruego a sus descendientes me perdonen por traer a esta Páginas el recuerdo de sus nombres.  Contando con dicho perdón doy fin a esta mal pergeñadas líneas.

 

C. S.S.